miércoles, 8 de julio de 2009

EL PEINE DE LOS VIENTOS

El deseo de experimentar, de conocer, me fuerza con frecuencia a conducir mi obra siguiendo una marcha discontinua, debido a que la experimentación me interesa más que la experiencia. También prefiero conocer al conocimiento. Nunca se conoce bastante, ya que en lo conocido se encuentra también lo desconocido y su llamada. Eduardo Chillida

INTRODUCCIÓN

El presente texto no tiene mayor pretensión que la de servir de exposición de algunas de las ideas estéticas desarrolladas en la modernidad, hace ya casi tres siglos, y tratar de comprobar su vigencia a través del análisis de una obra de arte contemporánea.

Para ello se han utilizado cuatro fuentes principales, todas ellas del siglo XVIII británico:

- Los placeres de la imaginación, de Joseph Addison (1712)

- Una investigación sobre el origen de la idea de belleza, de Francis Hutcheson (1725)

- Sobre la norma del gusto, de David Hume (1757)

- Ensayo sobre el gusto, de Alexander Gerard (1759)

Tras la exposición de las principales ideas que se pueden extraer de estas fuentes, se intentará explicitar que tienen en común estos cuatro autores frente a las ideas estéticas que les preceden y cómo se sitúan en una posición de rótula con respecto al pasado, posición que inaugura una nueva manera de entender el hecho estético.

Para finalizar se ensayará el análisis de la obra El peine de los vientos, construida en 1977 en San Sebastián por el escultor Eduardo Chillida y el arquitecto Luis Peña Ganchegui. Este análisis se realiza a partir de las ideas y categorías extraídas de los autores del siglo XVIII, como demostración de que el arte contemporáneo no se puede explicar sin el cambio de punto de vista que estas ideas implican.

JOSEPH ADDISON (LOS PLACERES DE LA IMAGINACIÓN)

Joseph Addison (1672-1719) no era un gran teórico, sino un divulgador. Sus ideas estéticas no se desarrollan en un tratado específico, sino que aparecen desplegadas en las páginas del periódico The Spectator. Este hecho es sintomático del cambio de horizontes que se está produciendo. Por un lado, la publicación de este tipo de ideas en un periódico es expresiva de la ampliación del campo del arte hacia un público cada vez más extenso (quizá anticipando el arte de masas del siglo XX y el sobrediseño del XXI); por otro lado, el título del periódico, El Espectador, refleja cómo el centro de gravedad del arte y sus teorías se desplaza desde el objeto hacia el sujeto y su percepción.

Así, en el conjunto de ensayos conocidos como Los placeres de la imaginación, Addison introduce junto a la belleza, categoría estética fundamental hasta el momento, centrada en el objeto, dos nuevas categorías, la grandeza (o sublimidad) y la singularidad (o novedad), que, como ideas relacionales que son, dependen de la existencia de un espectador.

Para Addison, los placeres de la imaginación –que podemos entender como distintos de los placeres del entendimiento- nacen de la vista (“una especie de tacto delicado y difuso”), y se distinguen los placeres primarios, que causan los objetos presentes, y los placeres secundarios, causados por la visión de cosas ausentes o quiméricas, excitada en la mente ya por sí misma, ya por la contemplación de representaciones artísticas (escultura, pintura, descripciones y música, ordenadas de mayor a menor naturalidad)[1]. Se mantiene así una dualidad entre naturaleza y arte, pero se matiza en el sentido de que, si bien se reconoce la primacía de las obras de la naturaleza sobre las obras del arte, se valoran las semejanzas entre la naturaleza y el arte y viceversa, al mismo tiempo que se reconoce que los placeres secundarios son de mayor extensión que los primarios, ya que incorporan el placer de la comparación (placer que podría llamarse más bien del entendimiento que de la imaginación) y la posibilidad de creación de nuevos mundos.

Como decíamos, los placeres de la imaginación son causados por la visión de cosas grandes, singulares o bellas. Se establecen así dos nuevas categorías estéticas, que si bien no anulan a la belleza, que sigue vigente, sí que la desplazan de la situación de exclusividad de la que había gozado hasta el momento.

Addison se refiere a la grandeza, que en autores posteriores evolucionará hacia lo sublime, no sólo en relación al tamaño del objeto, sino también respecto de “la anchura de una perspectiva entera considerada como una sola pieza”. Ejemplos de esta grandeza son las vistas de un campo abierto, de un gran desierto, de los grandes relieves naturales, de los mares, y en general de todos los portentos de la naturaleza que destacan por su magnificencia. Estas visiones se asocian a la imagen de la libertad, tan querida para todos los hombres.

El placer que causa lo nuevo o lo singular se debe a que llena la mente de una sorpresa agradable, que atrae su curiosidad al tiempo que le proporciona ideas de cosas que antes no había poseído; la extrañeza de las cosas nuevas alivia del tedio que produce la repetición rutinaria de las ocupaciones ordinarias. Vinculada a esta nueva categoría estética, están la variedad y el movimiento, que impide que la atención se detenga largo tiempo sobre un objeto, aumentando el entretenimiento. Esta categoría pone en evidencia, aún más que la grandeza, que el sujeto perceptor es la clave de la experiencia estética, permitiendo incluso justificar el placer que puede provocar la fealdad.

Aún así, para Addison, la belleza sigue ocupando un lugar principal. El pensamiento de Addison está en el inicio de un camino que llevará a la pérdida de prestigio de la belleza como criterio estético, pero este proceso no ha hecho más que comenzar, y la belleza aún conserva su valor: “nada hay que más directamente camine al alma que la belleza”, “da la última perfección a todo lo que es grande o singular”. Si bien se admite que la belleza es en parte relativa (depende de la formación del espectador en un sentido amplio), sigue remitiendo a ciertas propiedades que han definido a la belleza desde sus inicios y que se presumen universales, como son la alegría o variedad de los colores, la simetría y proporción de las partes, la ordenación y disposición de los cuerpos, o la concurrencia de todas ellas.

A pesar de centrar el placer estético (o de la imaginación) en el sentido de la vista, no olvida la posibilidad de incrementar este placer por la colaboración de los otros sentidos concurrentes, en especial el oído y el olfato, a través de los sonidos o músicas y olores o aromas.

Asistimos pues, con Addison, a un giro en la manera de entender la función del teórico del arte, que es paralelo al cambio de focalización del objeto hacia el sujeto. Ya no se trata de normativizar el arte, de elaborar poéticas que describan cómo debe ser el objeto de arte, sino de explicarlo, de producir críticas que analicen cómo el objeto de arte actúa sobre el espectador.

Como resultado lógico, las ideas estéticas que se utilizan han de cambiar para ajustarse a esta nueva situación, desplazándose hacia la valoración del efecto. Este hecho permite la incorporación a la experiencia estética de objetos que no encajan bien en la categoría de belleza y cuya contemplación, sin embargo, produce cierto placer, ampliando en gran medida el ámbito de estudio. Así, junto a las cualidades uniformes y simétricas de la belleza (claridad, tersura, suavidad), se incorporan las cualidades asimétricas y desiguales de lo singular o pintoresco (contraste, rugosidad, variedad). Al mismo tiempo, con la consideración de los placeres secundarios y la participación del entendimiento y la comparación, se da cabida a nuevas sensaciones, como la melancolía, la tristeza, el terror, la compasión, sobre las cuales se puede reflexionar desde la seguridad que da la distancia (frente a la proximidad de los placeres primarios).

FRANCIS HUTCHESON (UNA INVESTIGACIÓN SOBRE EL ORIGEN DE NUESTRA IDEA DE BELLEZA)

Francis Hutcheson (1694-1747) publicó en 1725 el que se considera el primer tratado sistemático de Estética de la modernidad (Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza). Su estudio de la materia se realiza, pues, desde un punto de vista más teórico, distinto del que asume el divulgador J. Addison. La investigación de Hutcheson se centra en la idea de belleza, en paralelo al otro libro del mismo tratado en el que investiga la idea de virtud. Esta división implica una separación del ámbito estético y el ámbito moral, una especie de deconstrucción de la kalokagathía griega, en la que lo estético se autonomiza como una dimensión independiente de la realidad.

Decíamos que Hutcheson centra su estudio en la idea de belleza, y evita explícitamente[2] pronunciarse sobre las categorías de grandeza y novedad, para las que remite a The Spectator nº412, correspondiente al capítulo II del texto de Addison arriba comentado. A pesar de ello, el tratado de Hutcheson se enmarca en el giro epistemológico y psicologista que había iniciado Addison, en el que se traslada el punto de vista desde el artista al observador. La pregunta a responder no se refiere a las propiedades objetivas de la belleza, sino a la posibilidad de captarla o experimentarla, como idea en la mente.

Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza se enmarca en una investigación más general sobre los diversos placeres que la naturaleza humana puede experimentar. Estos son de cuatro tipos: (1) los placeres de los sentidos externos, que agradan o desagradan necesariamente sin obedecer a nuestra voluntad; (2) el placer proporcionado por el sentido interno, o capacidad de percepción de la belleza, la regularidad, el orden y la armonía; (3) el placer del sentido moral, provocado por afectos, acciones y caracteres virtuosos, que nos equipa para una conducta virtuosa; (4) los placeres racionales, provocados por la posesión de los objetos provechosos.

El objetivo del texto es mostrar que hay algún sentido de la belleza natural a los hombres, identificado con el sentido interno (inner sense) enunciado por Shaftesbury. Esta consideración de un sentido interno de captación de la belleza (“capacidad de percepción distinta de lo que generalmente se entiende por sensación”), que suscita un placer inmediato, y por tanto previo al interés por el propio placer de la belleza, desliga la belleza del interés. Así, el concepto de desinterés, introducido por Shaftesbury en el contexto ético, entra con Hutcheson en el ámbito estético, valorando la contemplación estética como fin en sí misma, desinteresada respecto del placer concomitante. Los placeres estéticos y morales, caracterizados por el desinterés, se oponen a los placeres racionales interesados en la búsqueda de la utilidad. El sentido de la belleza es (ha de ser) previo al deseo de belleza. Este sentido interno para percibir la belleza y la armonía se relaciona con el genio o gusto delicado. Así, el buen gusto se refiere a una mayor capacidad de percepción de la belleza y la armonía, a igualdad de sentidos externos.

Hutcheson distingue entre las ideas simples, y las ideas complejas, resultado de la abstracción o capacidad de componer, comparar y separar estas ideas simples. En este sistema, donde los placeres y dolores inmediatos son causados por las ideas simples o sensaciones, y la belleza se relaciona con las ideas complejas, tiene cabida el concepto de asociación de ideas, que tan potente resulta para justificar la diversidad de gustos.

La belleza de los objetos se divide en absoluta (u original) y relativa (o comparativa). Pero “por belleza absoluta no se entiende una cualidad que se supone que existe en el objeto de tal modo que este sea bello de suyo sin relación a una mente que lo perciba”, avanzando así en el método psicologista del análisis empírico de la naturaleza humana y abandonando cualquier consideración metafísico-deductiva sobre el tema de la belleza (si bien se hace participar al Autor cuando se analiza la causa final). Por belleza absoluta u original se entiende “la belleza que percibimos en los objetos sin comparación alguna con otra realidad distinta de la que el objeto fuera una imitación o imagen”. Ésta es la belleza percibida en la naturaleza, las formas y figuras artificiales y los teoremas. La belleza relativa o comparativa se refiere a “los objetos que son considerados comúnmente como imitaciones o semejanzas de otra cosa”.

La cualidad de los objetos que suscita las ideas de belleza y armonía en el sentido original o absoluto para los sentidos humanos es, junto a la regularidad como su modo más elemental, la uniformidad en la variedad (ya sea variedad dentro de una igual uniformidad o uniformidad dentro de una igual variedad). Hutcheson encuentra este tipo de belleza en los cuerpos celestes, en los paisajes, en la estructura microscópica y macroscópica de las especies vegetales, en la estructura, mecanismo y proporción de los animales, en las especies, en la simetría de los individuos, en las aves, en los fluidos (grandes depósitos de agua) y los cristales, en los sonidos armónicos. Pero también es la uniformidad en la variedad la causa de que nos resulten bellos los teoremas o verdades universales demostradas. En las obras de arte, la uniformidad en la variedad se entiende como “unidad de proporción entre las partes y de cada parte respecto del todo”.

Con esta descripción de las cualidades de lo bello, Hutcheson mantiene el concepto de belleza clásico. Así pues, si bien se distancia en la forma de entender la belleza, que se torna subjetivista, se mantiene fiel al contenido tradicional del concepto, aunque, eso sí, elegido de forma arbitraria (no necesaria) por el Autor.

La cualidad de los objetos que suscita la idea de belleza en el sentido comparativo o relativo es la unidad o conformidad entre original y copia. Este original a imitar, que puede ser tanto un objeto real de la naturaleza como una idea establecida (canon) o una intención, no necesita ser bello, si bien se considera que la belleza (absoluta) del original mejora el resultado. Este es el tipo de belleza que corresponde a la pintura, la escultura y la poesía, si bien, como hemos visto, estas artes también peden participar de la belleza absoluta.

Ambos tipos de belleza, absoluta y relativa, se contrapesan, de tal manera que “una composición con esta belleza relativa, junto con algún grado de belleza original, puede proporcionar más placer que una con sólo belleza original más perfecta”. Esta afirmación justifica, por ejemplo, la preferencia británica por los jardines que imitan la naturaleza (belleza comparativa) sobre los jardines de parterres regulares (belleza original).

Hutcheson dedica la parte final de su investigación a justificar que la capacidad de percibir la belleza es natural, anterior a toda costumbre, educación y ejemplo. Además, considera que el criterio de belleza que ha establecido –uniformidad en la variedad- tiene acuerdo universal, y es suficientemente amplio para incluir los distintos grados de belleza y los diversos estilos de las naciones. Esta diversidad se justifica a través del concepto de asociación de ideas, junto a la variedad de caracteres y estados de ánimo de las personas.

DAVID HUME (SOBRE LA NORMA DEL GUSTO)

El ensayo titulado Sobre la norma del gusto se considera un esbozo de lo que podría haber sido un tratado de Estética del filósofo más representativo de la ilustración británica, David Hume.

Hume, desde su perspectiva empirista, inicia su examen de la cuestión del gusto con la constatación de un hecho obvio: la gran variedad de gustos y de opiniones que prevalece en el mundo.

Para entender la posición de Hume, es clave la diferencia entre el juicio y el sentimiento. Mientras que todos los sentimientos son siempre reales y correctos, ya que no hacen referencia a nada fuera de sí, no todos los juicios son correctos, ya que hacen referencia a una cuestión de hecho que está fuera del juicio. El sentimiento sólo se refiere a una conformidad entre el objeto y las facultades de la mente. La belleza, como sentimiento, no es una cualidad de las cosas mismas, sino que existe sólo en la mente que las contempla, y, por tanto, es percibida de manera diferente por cada mente. Por tanto no tiene sentido una búsqueda de la belleza real.

Y, sin embargo, al mismo tiempo consideramos que no todos los gustos tienen igual validez. Así, si bien es cierto que en el ámbito del sentimiento, donde residen la belleza y el gusto, domina la subjetividad, en el ámbito del juicio sí se puede buscar un criterio, y, por tanto, una norma del gusto, es decir, ciertos principios o reglas generales del arte. Ahora bien, estas reglas de composición no se podrán fijar a priori o a través de la especulación abstracta, sino que sólo se podrán extraer de la experiencia y la observación de los sentimientos comunes de la naturaleza humana.

Vemos pues como el punto de partida de Hume, como buen empirista, es la constatación y el sentido común. Es capaz de combinar la consideración subjetivista de la belleza que se deduce de la observación de la variedad del gusto entre los individuos, con la evidencia de que tras la variedad y el capricho del gusto hay ciertos principios generales de aprobación o censura, deducible de la existencia de obras que sobreviven a las modas, la ignorancia y la envidia.

Dado que la belleza se considera un sentimiento subjetivo, que existe en la mente que contempla, resulta lógico que Hume busque las formas y cualidades particulares de los objetos que nos agradan en relación con la estructura original de nuestra configuración interna, es decir, en la naturaleza humana entendida en sentido psicológico, y no metafísico[3].

Como consecuencia inevitable de lo anterior, y para justificar el hecho, también evidente, de las diferentes capacidades de los individuos para conseguir el sentimiento adecuado de belleza, se introduce la posibilidad de los estados sanos y estados defectuosos, y, asociado a esta idea de defecto de los órganos internos que debilitan la percepción, el concepto de delicadeza del gusto o sensibilidad. La delicadeza del gusto se tiene "cuando los órganos de los sentidos son tan sutiles que no permiten que se les escape nada, y al mismo tiempo tan exactos que perciben cada uno de los ingredientes del conjunto". A partir de aquí se puede entender la existencia de diferentes grados del gusto y la preferencia de los juicios de unos hombres sobre los de otros.

Ahora bien, la delicadeza del gusto es susceptible de ser mejorada, a través de la práctica en un arte y en la contemplación de la belleza, hasta llegar a distinguir la belleza llamativa y superficial que sólo agrada al principio de aquella otra belleza más perfecta, compatible con la razón y la pasión, y por tanto más duradera. Resulta entonces que para juzgar los diferentes niveles de belleza, es necesaria la continua práctica en la contemplación y la consiguiente comparación.

Para Hume, la contemplación de la belleza, formada por emociones refinadas y de naturaleza delicada, requiere de circunstancias favorables (serenidad, ciertos recuerdos, atención). Se introduce así la idea de la actitud estética, es decir, el reconocimiento de que, para percibir la belleza, se necesita cierta predisposición. En cierto modo, esta idea está relacionada con la delicadeza del gusto, en el sentido de que la predisposición es un requisito previo de la sensibilidad. Además, esta actitud estética, para ser completamente correcta, debe incluir la falta de prejuicios, ya que los juicios previos pueden influir en la consideración del objeto, añadiendo elementos ajenos al mismo. En un sentido amplio, la falta de prejuicios debería incluir un punto de vista adecuado a las circunstancias de la obra, tales como nacionalidad y época, haciendo abstracción de las circunstancias personales del espectador.

Aparece así la razón, el buen sentido, como un requisito para la facultad del gusto. Para apreciar en plenitud una obra de arte, son necesarias ciertas operaciones del entendimiento: entender la correspondencia entre las partes de una obra para poder percibir la uniformidad del conjunto, así como el grado de adecuación de los medios al fin para el que está pensada la obra, la exactitud en las distinciones, la claridad en los conceptos o la vivacidad de la aprehensión.

Una vez enunciados los principios del gusto, que Hume entiende que son casi los mismos en todos los hombres, se introduce la idea del crítico del gusto. Un crítico será aquel hombre que pueda establecer su propio sentimiento de belleza como la norma de belleza, y por lo tanto estará cualificado para emitir un juicio sobre una obra de arte. El buen crítico será un hombre que no se halle afectado por ninguna de las imperfecciones que impiden la correcta percepción de la belleza. Por tanto, un buen juez en bellas artes tendrá las siguientes características:

- juicio sólido.

- sentimiento delicado.

- mejorado por la práctica.

- perfeccionado por la comparación.

- libre de todo prejuicio.

No obstante, la idea de crítico (fundamental para el establecimiento de una verdadera norma del gusto y de la belleza desde el empirismo) es muy problemática, y aunque Hume es optimista respecto de la posibilidad su existencia, e incluso de su reconocimiento, la realidad en este caso no está de su parte. Resulta un hecho fácilmente comprobable, en especial en la actualidad, que aquellas personas que se consideran a sí mismas como jueces y se llaman a sí mismas críticos de arte, están llenos de prejuicios, tanto o más que aquellas que no pretenden para sí tales honores; de tal forma que más bien parece que la continua práctica en la contemplación y comparación de objetos artísticos, considerados desde la estrecha perspectiva de la búsqueda en ellos de la percepción de la belleza, produce una disminución de la capacidad de juicio racional en torno a otras motivaciones que participan el la definición de los objetos complejos. Así, podemos ver a menudo como dos o más críticos difieren radicalmente en su juicio acerca del mismo objeto, y no por ello dejan de considerarse a sí mismos, llenos de vanidad, como los mejores jueces posibles.

Hume reconoce, para terminar, la existencia de dos factores por los que las fronteras de la belleza se difuminan. Éstos son los diferentes temperamentos de los diversos hombres y los hábitos y opiniones de nuestra época y país. Este último factor es utilizado por el autor para enfocar la controversia de la época, entre lo antiguo y lo moderno, en la que resuelve que son aceptables en las obras antiguas las diferencias en hábitos inocentes y errores especulativos (siempre que no lleguen al fanatismo o la superstición), pero rechazables los cambios en las ideas referentes a la moralidad y la honestidad.

ALEXANDER GERARD (ENSAYO SOBRE EL GUSTO)

Alexander Gerard escribe casi medio siglo después de la publicación de los artículos de Addison en The Spectator, y tiene ante sí todo el abanico de nuevas ideas. Su Ensayo sobre el gusto consiste en una recopilación y sistematización de éstas, de tal modo que pone ante nosotros, de forma ordenada, todas las innovaciones de la Estética británica de la primera mitad del siglo XVIII.

Ya en el prólogo, Gerard hace referencia a los poderes de la imaginación (Addison) considerados como sentidos internos (Hutcheson). No obstante, se amplía la cantidad de sentidos internos, que para Hutcheson eran sólo dos (el sentido de la belleza -y la armonía- y el sentido moral), a un total de siete, incluyendo entre ellos las categorías introducidas por Addison (la novedad y la grandeza). Así, los principios simples del gusto son:

- sentido o gusto de la novedad.

- sentido o gusto de la grandeza y la sublimidad.

- sentido o gusto de la belleza.

- sentido o gusto de la imitación.

- sentido o gusto de la armonía.

- sentido o gusto del ridículo.

- sentido o gusto de la virtud.

El análisis que hace Gerard de los principios simples del gusto tiene como punto de partida la consideración de cómo afectan a la mente, en correspondencia con la nueva línea subjetivista; es el hecho de la afección placentera sobre la mente lo que "torna placentero el objeto".

Así, la novedad nos agrada porque ejercita la mente con una dificultad moderada, sin cansarla, poniendo en juego nuestras facultades con una tensión del pensamiento que sólo aparece al prestar atención; la sorpresa y la reflexión pueden aumentar el goce. Este principio del gusto justifica las modas y cambios de estilo, pues la saciedad puede hacer preferir el placer de la novedad al resultante de la belleza auténtica.

La sublimidad se refiere a la conjunción de cantidad o amplitud (grandeza) con la sencillez (la variedad, si bien puede añadir belleza, disminuye la percepción de la grandeza). Nos agrada por el orgullo que siente la mente al ser capaz de ampliarse a las dimensiones del objeto, así como por cierto contagio del sentido de inmensidad. Junto a la grandeza de los objetos naturales, también son sublimes las altas pasiones (heroísmo, magnanimidad) y aquello que provoca terror (la tempestad, el rayo). La grandeza y sublimidad en la Bellas Artes aparece por imitación y asociación de ideas con la sublimidad del original (ya sea lo sublime natural o las pasiones sublimes), o como magnitud comparativa.

En asociación con el sentido de la sublimidad está la excelencia, al considerar que un alto grado de calidad tiene sobre la mente el mismo efecto que la gran cantidad.

Para Gerard existen tres especies diferentes de belleza, relacionadas con distintos principios de la naturaleza humana: la belleza de la figura, la belleza de la idoneidad o utilidad y la belleza de los colores.

La belleza de la figura se refiere a la uniformidad, variedad y proporción, en la línea de “la uniformidad en la variedad” de Hutcheson. Esta belleza nos agrada porque supone para la mente una facilidad moderada en la concepción del objeto, evitando que la variedad degenere en confusión. Las características de la uniformidad son la regularidad, el paralelismo, la igualdad, la similaridad. Pero la uniformidad perfecta y pura lleva a la indolencia, por lo que es necesaria la variedad para animarla (a través del sentido de la novedad). Se produce entonces una moderación mutua entre la uniformidad y la variedad, entre la facilidad y el esfuerzo activo de la mente, entre belleza "clásica" y novedad. La proporción se entiende de dos maneras, bien como la aptitud para una finalidad (percibida por la experiencia), bien como la percepción de que ninguna parte es demasiado pequeña ni demasiado grande, recordando la “unidad de proporción entre las partes y de cada parte respecto del todo” de la que habla Hutcheson al referirse a la belleza original en las artes.

La belleza de la idoneidad o utilidad tiene que ver con la finalidad, con el propósito principal al que se subordinan todas las partes, y su ausencia destruye el placer[4].

La belleza de los colores tiene dos fuentes. De un lado están los colores bellos, que "son las modificaciones de la luz menos perjudiciales para el sentido de la vista", algunos de ellos capaces de contagiar por su esplendor sensaciones de vigor y alegría. De otro lado, algunos colores son bellos por asociación de ideas, incluyendo modas. En cualquier caso, la belleza de los colores también puede ser aumentada por la variedad.

El sentido o gusto de la imitación está en relación con la belleza relativa o imitativa (secundaria) que Hutcheson define por oposición a la belleza absoluta u original (primaria). El placer que proporciona la exactitud o viveza de una imitación se relaciona con un sentido natural que se complace con el parecido intencionado, a través de un suave ejercicio de la mente y un agradable sentimiento de éxito. Al igual que en Hutcheson, la excelencia del original hace más satisfactoria la imitación. También coincide Gerard con Addison y Hutcheson en considerar que la imitación introduce una distancia que puede hacer placenteras cosas que directamente son desagradables, dando cabida en la reflexión y experiencia estéticas a fenómenos como la fealdad, la tragedia, el suspense, la ansiedad, el terror y la imperfección, lo cual implica una gran ampliación del campo.

El placer que proporciona la imitación surge de una combinación de causas: la exactitud en el parecido, el descubrimiento del parecido, la valoración del ingenio del artista y de la dificultad y el valor de lo imitado y su finalidad.

La armonía se puede entender como el equivalente al oído de la belleza de la figura que percibe la vista. Así, la armonía es una composición articulada de sonidos agradables sencillos, uniformidad y variedad.

El sentido o gusto del ridículo se relaciona con lo excéntrico, lo humorístico, lo ridículo, lo gracioso; la alegría, la risa, la diversión; la incongruencia, la inconsistencia, la disonancia; lo absurdo, la contradicción, la desproporción; la agudeza, el humor, la burla. Este sentido se considera inferior en dignidad al resto y aplicado a un ámbito de menor importancia, pero no por ello deja de ser útil y agradable.

El último principio simple del gusto considerado por Gerard es el sentido moral o de la virtud, que como no puede ser de otra manera en este momento histórico, reclama una autoridad superior, criterio final de aprobación o condena de toda la obra.

La segunda parte del Ensayo sobre el gusto se dedica a "la formación del gusto por la unión y el perfeccionamiento de sus principios simples". Del mismo modo que Addison consideraba que los placeres de la vista se pueden incrementar por la participación de otros sentidos concurrentes (el oído y el olfato), también Gerard considera que la sensación principal que nos provoca un objeto se puede intensificar por los sentimientos concordantes que nos provocan las cualidades subordinadas del mismo.

Se introduce el concepto de sensibilidad del corazón o delicadeza de la pasión, entendida como la capacidad de la persona para ser conmovida fácilmente. Con esa idea Gerard subordina la obra de arte a la expresión, a inquietar el corazón con diversidad de pasiones; la finalidad última de la obra de arte es la afección, lo patético.

En cualquier caso, la unión de los sentidos internos considerados hasta ahora y la delicadeza de la pasión no son suficientes para el buen gusto. Se necesita también el juicio, el discernimiento, el buen sentido, que mide, determina proporciones, extrae relaciones, percibe cualidades no visibles. Para alcanzar el buen gusto, a la agudeza de los sentidos se debe añadir la exactitud del juicio, al sentir el saber.

Como el resto de los autores tratados, Gerard también encuentra que en los diversos hombres los sentidos y el juicio se presentan en grados muy diversos y que son mejorables. El perfeccionamiento del gusto se consigue a través del uso, del hábito, de la costumbre. Ahora bien, para conseguir la bondad del gusto, el esfuerzo por mejorar se debe dirigir a las cuatro excelencias en cuya combinación reside:

- la sensibilidad.

- el refinamiento o elegancia.

- la corrección.

- la proporción o medida justa de los principios del gusto.

La sensibilidad del gusto es equivalente a la delicadeza del gusto enunciada por Hume. Depende de la construcción original de la mente y, por tanto, es la que menos mejora con el uso. Aún así, la costumbre es capaz de mejorar el grado de atención, con lo que se puede suplir en parte la falta de sensibilidad.

Mientras que la sensibilidad es la capacidad de ser afectados intensamente por cualquier belleza o imperfección, el refinamiento o elegancia del gusto consiste en la capacidad de descubrirlas cuando no son obvias. La persona refinada detecta la excelencia y la belleza verdadera, las cualidades latentes y más delicadas, lo sutil que se esconde más allá de la superficie. Esta elegancia se consigue, como ya hemos visto a propósito del ensayo de Hume, por la adquisición de conocimiento, y el consiguiente perfeccionamiento del juicio, mediante la práctica en la comparación.

Ahora bien, el excesivo o falso refinamiento conduce a la afectación; la vanidad, el orgullo o la ignorancia pueden llevar a simular un refinamiento que no se tiene. Cuando analizábamos la problematicidad de la idea de crítico de Hume, insistíamos precisamente en esta realidad, que parece guiar gran parte de la crítica de arte.

La corrección del gusto se refiere a la capacidad de asignar a cada cualidad la proporción correcta de mérito o demérito, de distinguir las clases y medir los niveles de excelencia e imperfección. La posesión de corrección del gusto o rectitud permite descubrir las falsas apariencias y las burbujas de fama artificial. No obstante, se debe evitar que esta rectitud derive en intolerancia o servilismo; el gusto se debe preservar libre.

Dado que no existe la obra perfecta y sin defecto, y sí variedad de gustos en personas diferentes, es necesaria para la posesión del buen gusto la ampliación del mismo, la capacidad de comprender los conjuntos y de comparar adecuadamente perfecciones y defectos. Esta capacidad es la que Gerard llama proporción del gusto.

La tercera parte del ensayo se dedica al "ámbito e importancia del gusto". Aquí se analizan los conceptos de imaginación, genio y crítica.

En relación con la imaginación, entendida como la articulación entre los sentidos corporales y las facultades racionales y morales y vinculada a las percepciones del gusto (distintas de la percepción primaria y directa de los objetos), se encuentra la fantasía o asociación de ideas. Esta asociación se puede realizar por parecido, por contraste, por costumbre, por proximidad, por coexistencia, por causalidad, dando como resultado percepciones complejas que ganan fuerza mediante la simpatía.

La gran extensión de la imaginación, que lleva a la capacidad de asociar ideas remotas, "de extraer como el imán las ideas oportunas", es lo que Gerard llama invención. Esta capacidad, la vivacidad y fuerza de la imaginación (en oposición a una laboriosidad inanimada) define al genio.

Pero, al mismo tiempo, Gerard considera, siguiendo la opinión general, que los artistas más capaces son también los mejores jueces de cada arte, de tal manera que las reglas generales establecidas por los críticos proceden de los modelos creados por los genios; son los espíritus originales (los genios), y no los críticos, quienes poseen el gusto. La función del crítico es la de sentir y reflexionar (discriminar) para explicar las obras del artista. Junto a un gusto refinado, debe estar asistido por el genio filosófico, que le permitirá determinar las reglas generales por inducción.

CAMBIO DE PARADIGMA (DEL OBJETO AL SUJETO)

Como dice W. Tatarkiewicz, "Se cree, generalmente que la estética en sus orígenes fue una teoría objetivista de la belleza, y que en tiempos modernos se ha convertido en subjetivista. Esta opinión es errónea. Existía ya a principios de la Antigüedad, y durante la Edad Media, una teoría subjetivista de la belleza, mientas que durante el período moderno se conservó durante mucho tiempo la teoría objetivista. Lo más que puede decirse es que en la estética antigua y medieval predominó la teoría objetivista, y en tiempos modernos, la teoría subjetivista"[5].

Aún así, el siglo XVIII, especialmente en Gran Bretaña, es un punto de rótula que produce un cambio de rumbo en la teoría del arte y la estética. El ambiente filosófico británico era favorable a esta transición, puesto que el empirismo, el método basado en la experiencia y la observación de la realidad de las cosas (en oposición al método deductivo cartesiano), había triunfado allí a partir de los grandes éxitos de Newton.

Surge así la pregunta acerca de la posibilidad de captación y experimentación de la belleza desde un punto de vista psicológico, desde el conocimiento de la naturaleza humana, y se evitan las cuestiones metafísicas sobre qué sea la belleza en sí.

Como consecuencia de este giro subjetivista, la concepción de la belleza conocida como la Gran Teoría, que tuvo su inicio con los pitagóricos, entra definitivamente en crisis tras dos milenios de prevalencia. Y junto con ella también cae la categoría de belleza, que deja de ser el valor principal para compartir protagonismo con nuevas categorías, más vinculadas a la percepción y la emoción, como la novedad y la sublimidad, que abren la puerta para la entrada de nuevas cualidades en el arte (lo feo, lo terrorífico, lo triste...).

Puesto que la atención se centra en el modo en que un objeto aparece a la sensibilidad de un sujeto perceptor, toman fuerza las ideas de actitud estética y experiencia estética (la belleza reside en la mente del observador), así como el concepto de desinterés estético. La contemplación estética se convierte así en un fin en sí misma, y lo estético se autonomiza.

Al mismo tiempo, una vez que se traslada el centro de gravedad a la experiencia, resulta inevitable que, en el campo de la teoría, se produzca un predominio del planteamiento epistemológico (modos de conocer la belleza) sobre el poético (reglas del arte). El teórico del arte ya no se dedica a deducir a priori las normas que deben seguir los artistas, sino a explicar a posteriori lo que estos hacen. De aquí surge la idea de crítico, como aquella persona que, dedicado a experimentar lo estético, es capaz de ir extrayendo las categorías y discriminando la parte de la producción artística que más se aproxima a la perfección del gusto.

UNA OBRA CONTEMPORÁNEA: EL PEINE DE LOS VIENTOS (E. CHILLIDA Y L. PEÑA GANCHEGUI)

Se propone a continuación el análisis de la obra escultórica-arquitectónica-paisajista de Eduardo Chillida y Luis Peña Ganchegui, El Peine de los Vientos (que también aparece en la literatura artística con el nombre de El Peine del Viento y Los Peines del Viento), construida en el extremo occidental de la playa de Ondarreta (San Sebastián) en 1977, ahora hace treinta años.

Se pretende realizar el análisis de esta obra contemporánea mediante la aplicación de las ideas y categorías estéticas surgidas 250 años antes de su construcción. Surge inevitablemente la sensación de cierta contradicción, provocada por este anacronismo, pues uno de los puntos centrales de la Estética del XVIII es el cambio de perspectiva que implica la posición subordinada de la teoría respecto de la práctica artística, es decir, las reglas generales establecidas por los críticos proceden de los modelos creados por los genios, tal como veíamos al hablar del Ensayo sobre el gusto de Alexander Gerard, y no al revés. En cualquier caso, el hecho de que la obra de arte estudiada refleje en parte estas ideas anteriores en el tiempo no implica que no abra nuevos caminos, que avanzan más allá o desarrollan estas primeras ideas, que en conjunto se pueden entender como una primera apertura a la percepción. Es por ello que este intento de descubrir la presencia de las ideas pasadas en la obra presente puede resultar algo torpe, incluso a veces forzado, al querer ver cosas donde no las hay; pero al mismo tiempo es un ejercicio que permite descubrir raíces que, como tales, permanecen ocultas si no se escarba.

El Peine de los Vientos es un espacio artístico pensado como un lugar donde “…poéticamente habita el hombre…”[6].

La obra consta de dos partes muy diferentes pero integradas: de un lado está la naturaleza, de otro el objeto artístico, y sólo juntos cobran sentido. La parte de la naturaleza que interviene en la obra es el punto donde convergen la tierra, el aire y el agua, en sus formas más abruptas; la tierra como roca, el aire como viento, el agua como ola[7]. La parte de la obra que añade el hombre se compone de dos intervenciones de distinta índole. Una de ellas consiste en la formación de una plataforma que, a modo de plaza abierta al horizonte, permite la observación humana, convirtiendo la amenazante roca en pavimento amable, ya domesticado, escalonado para permitir distintas perspectivas. La otra son tres esculturas muy similares, formadas cada una por cuatro brazos de acero cortén que, a modo de tenazas, parecen querer agarrar[8], para atraparlo, el espacio que hay entre ellas; las dos esculturas más cercanas a tierra se oponen en horizontal, capturando el horizonte, mientras que la pieza más alejada, anclada ya dentro del mar, se abre hacia arriba, marcando la dimensión vertical (eje de lo divino). Así, no se puede decir que sólo las tres esculturas de Eduardo Chillida sean la obra de arte, pues aisladas carecen de su sentido pleno, el diálogo arte-naturaleza revelador del carácter oculto, de la voluntad de ser del lugar.

La Plaza del Tenis, proyectada por Peña Ganchegui, construida a base de piedra de granito de Porriño (piedra que reaparece en muchas esculturas de Chillida), cuenta además con un sistema de canalización de la potencia del mar a través de siete perforaciones que actúan a modo de surtidores, los cuales, según se dice, están afinados según las siete notas musicales de la escala convencional. Esta plaza parece hecha a la medida de las "circunstancias favorables" que reclamaba Hume para poder percibir las emociones refinadas que produce el arte (serenidad, ciertos recuerdos, atención), ofreciendo las bases materiales para la correcta actitud estética.

Por su parte, cada una de las tres esculturas de Chillida, está formada, como decíamos, por cuatro barras de sección cuadrada de acero cortén (un tipo de acero que se protege a sí mismo de la corrosión mediante la capa de óxido que genera, adquiriendo un aspecto rojizo casi sangrante) que forman en uno de sus extremos un tronco común que nace de la roca, tres de las cuales se retuercen para envolver el aire, mientras que la cuarta se vuelve sobre sí misma para tornar a anclarse en la roca. Se consigue así una forma que, al mismo tiempo que se sujeta sólidamente a la tierra, tiene la capacidad de enraizar en el aire, encerrando parte del vacío en una contorsión retorcida, a modo de áncoras invertidas o manos de hierro que dan sentido al origen etimológico de la palabra aferrar.

La primera de las ideas del XVIII que parece ser de aplicación a la obra objeto del presente análisis es la ampliación del campo del arte hacia un público cada vez más extenso, tratada arriba con respecto a la publicación de las ideas de Addison en un periódico de gran difusión. El Peine de los Vientos representa la evolución de este proceso hasta llegar al arte urbano[9]. Ya no es posible que las artes plásticas lleguen (potencialmente) a un público más extenso sin convertirse en diseño.

El Peine parece también estar de acuerdo con la tesis de que la belleza no reside en el objeto, sino en la mente de un sujeto perceptor. No se trata de una obra que pretenda crear un objeto poseedor de unas cualidades objetivas de bondad-belleza-verdad. La obra depende completamente del espectador, está subordinada a la expresión; su objetivo es afectar, provocar sentimientos y sugerir un diálogo y un enigma. La plaza enfatiza este hecho: la obra incluye un lugar para el espectador, incluye al espectador mismo; una mirada desde una posición concreta forma parte constitutiva del proyecto, que pierde sentido visto desde cualquier otro lugar. El Peine funciona al situar al espectador en relación con una naturaleza según un vector muy concreto; es un mediador, un intermediario que provoca un mirar.

La experiencia estética que propone El Peine de los Vientos se inserta planamente el la autonomía de lo estético conseguida en el siglo XVIII. La obra no tiene ninguna utilidad más allá de provocar la percepción y reflexión artísticas. Carece de contenido práctico y moral y ni siquiera tiene un propietario definido; el concepto de desinterés que, procedente de la filosofía moral de Shaftesfury, Hutcheson introduce en su investigación sobre la belleza, mantiene su vigencia.

La categoría de la grandeza sin duda participa de la concepción de la intervención artística, y lo hace en el más puro sentido en que la entendía Addison: "Por grandeza no entiendo solamente el tamaño de un objeto peculiar, sino la anchura de una perspectiva entera considerada como una sola pieza. A esta clase pertenecen las vistas de [...] una vasta extensión de aguas, en que no nos hace tanta sensación la novedad o la belleza de estos objetos, como aquella especie de magnificencia que se descubre en estos portentos de la naturaleza. [...] Tan extensas e ilimitadas vistas son tan agradables a la imaginación, como lo son al entendimiento las especulaciones de la eternidad y del infinito". Así ocurre también con el concepto de sublimidad de Gerard: "sublimes son aquellos objetos que poseen cantidad o amplitud, y simplicidad conjuntamente. [...] Otorgamos el epíteto de sublime [...] al océano...".

Pero al mismo tiempo, es una mirada novedosa y singular sobre lo sublime, enmarcada por las esculturas de Chillida y enfocada desde la plataforma de observación; esta máquina de mirar transforma el espectáculo de la naturaleza en una visión nueva, que "llena la mente de una sorpresa agradable". Además, la presencia del mar abierto y su continuo oleaje, garantiza el deseo de movimiento que expresaba Addison al escribir sobre la novedad: "nuestros pensamientos hallan agitación y alivio a la vista de aquellos objetos que están siempre en movimiento y deslizándose de los ojos del espectador". Pero si vamos más allá, las propias variaciones en el estado del mar y del cielo y en la posición del sol y la luna a través de las horas y las estaciones, procura a la obra una variación constante, de tal modo que a cada instante provoca una percepción nueva.

En su voluntad de obra de arte total, El Peine de los Vientos participa de la idea introducida por Addison de concurrencia entre los distintos sentidos, para complementar al sentido de la vista. Addison escribía que "un sonido continuado, como [...] el ruido de una cascada, despierta a cada instante la mente del espectador, y le hace más atento a las bellezas del objeto que tiene presente. Por la misma causa, si se perciben [...] olores o aromas, realzan éstos los placeres de la imaginación".

Concurren en la intervención estudiada todos los sentidos externos. La vista, como sentido principal, se ve complementada por el oído que percibe el rumor constante del mar y del viento, convertido a veces en rugido, así como los silbidos afinados a través de las canalizaciones de la plaza. Participa también el olfato, e incluso el gusto, que reciben el aroma salobre tan característico de la costa. Y el tacto se enfrenta a veces a una suave brisa y otras a fuertes vientos y salpicaduras, que intensifican la percepción.

Junto a estos "placeres primarios", El Peine de los Vientos también suscita lo que Addison llama "placeres secundarios de la imaginación", relacionados con el entendimiento a través de un nuevo principio, una "operación de la mente que compara las ideas nacidas de las palabras con las ideas nacidas de los objetos mismos". Es la asociación de ideas, fundamental para el análisis de esta obra de arte. Porque, a pesar de que, en general, las obras de Chillida pretenden evitar la figuración (para centrarse en el problema de la relación entre materia y espacio y entre espacio interior y exterior y en el problema de sus límites), resulta inevitable que sus formas ramificadas, articuladas y retorcidas, sugieran ideas. No es difícil comparar las esculturas de El Peine de los Vientos con grandes tenazas, con manos, con raíces, con anclas, con formas que agarran. Participa pues la parte escultórica de la obra de la idea de belleza relativa o comparativa, siguiendo la ampliación que de la misma hace Hutcheson, según la cual el original a imitar no tiene que ser necesariamente un objeto real de la naturaleza, sino que puede ser también una idea o una intención. En el caso que nos ocupa, Chillida va un poco más allá y lo imitado es un gesto; pero no es un gesto cualquiera, sino el más primario de la naturaleza humana, el de asir con la mano.

Ahora bien, el análisis de la belleza de la obra en su sentido de original o absoluta, resulta algo más complejo. En el sentido en que Addison piensa en la belleza ("pero la experiencia nos dice, que hay ciertas modificaciones de la materia, las cuales sin examen alguno previo las pronunciamos a primera vista bellas o deformes", "esta belleza consiste, o en la alegría o variedad de los colores, en la simetría y proporción de las partes, en la ordenación y disposición de los cuerpos, o en la adecuada concurrencia de todas estas prendas"), resulta evidente que las piezas de Chillida son feas, si bien la parte natural de El Peine de los Vientos es bella, pues "en toda la naturaleza no se presenta vista alguna más espléndida y agradable que la de los cielos al salir y ponerse el sol, por las diferentes refracciones de la luz formadas en las nubes...".

La idea que tiene Hutcheson de la belleza original, que entiende como "uniformidad en la variedad" y que en su aplicación a los objetos de arte consiste en la "unidad de proporción entre las partes y de cada parte respecto del todo", permite encontrar algo más de belleza en las esculturas de Chillida, tanto en lo que respecta a la composición de cada pieza (formadas por cuatro barras de igual sección, de tamaño proporcionado respecto del tamaño total, realizando todas ellas contorsiones similares y, a su modo, relativamente armónicas), como en lo que respecta al conjunto de las tres esculturas, en el que el hecho de que sean casi iguales consigue esa perseguida uniformidad en la variedad, ampliada por su posicionamiento a modo de sistema de coordenadas que organiza la lectura del horizonte.

Se podría decir que la belleza de El Peine de los Vientos es esa belleza duradera de la que habla David Hume, compatible con la razón y la pasión, alejada de las modas superficiales, que permite la supervivencia de la obra más allá de su tiempo y de los prejuicios de los críticos del momento.

La obra que estamos analizando apela como ninguna a la influencia del juicio sobre el gusto, a la que está dedicado el segundo capítulo de la segunda parte del Ensayo sobre el Gusto de Gerard. El Peine de los Vientos plantea un enigma intelectual que está más allá de la percepción de cualidades materiales. El diálogo que mantiene con el espacio no es manejable sólo con el sentido interno de la belleza o la armonía; a la agudeza de los sentidos se tiene que sumar la exactitud del juicio, al sentir se tiene que añadir el saber. Como el propio autor afirma, su obra nace del pensamiento y no de la práctica manual. Y los pensamientos que sugiere El Peine, la cantidad de ideas que entrelaza con la misma eficacia que cose el horizonte, hacen trabajar al intelecto tanto o más que a los sentidos.

Para terminar, y en relación con esto último, parece que la definición de genio que da Alexander Gerard esté hecha a la medida de Eduardo Chillida. Como veíamos, se definía al genio como el poseedor de una gran extensión de la imaginación, que le lleva a la capacidad de asociar ideas remotas pero oportunas; y el nudo de ideas que constituye El Peine de los Vientos no puede ser obra más que de un genio.


[1] Es de destacar, para análisis más específicos, que la arquitectura se sitúa (ver capítulo V) como un arte que se encamina inmediatamente a causar los placeres primarios de la imaginación, ya sea según tamaño o según manera, desvinculada por tanto del resto de las artes, consideradas como artes imitativas (escultura, pintura, literatura, música). Resulta interesante esta situación de la arquitectura como realidad de pleno derecho, y no como imitación de otras realidades jerárquicamente superiores, pues la sitúa un status equivalente al de la naturaleza.

[2] aunque en un lugar del texto no muy accesible: el parágrafo 13 de la sección VI (Sobre la universalidad del sentido de la belleza entre los hombres).

[3] Resulta destacable el hecho de que Hume, a diferencia de Addison y Hutcheson, no recurre al Gran Hacedor y a la Causa Final para justificar esta relación entre ciertas propiedades de los objetos y los sentimientos que suscitan en la mente.

[4] Resulta destacable que la utilidad no se haya emancipado como uno de los principios simples del gusto, y permanezca vinculado a la belleza, anticipando posteriores teorías funcionalistas de la belleza, especialmente en arquitectura. Sobre este tema, véase W. Tatarkiewicz, Historia de seis ideas, capítulo quinto, apartado 2, donde se trata la evolución histórica del concepto de aptitud.

[5] Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de seis ideas, capítulo sexto, La belleza: la disputa entre el objetivismo y el subjetivismo.

[6] Véase el artículo sobre este verso de Hölderlin en Martin Heidegger, Conferencias y artículos, capítulo 8 (”…poéticamente habita el hombre…”), así como el capítulo 6 (Construir, habitar, pensar). Es ampliamente conocida la relación e intercambio de ideas entre Eduardo Chillida y Marin Heidegger.

[7] Se podría forzar esta analogía con los cuatro elementos de Empédocles incluyendo el fuego, simbolizado por el hierro de las esculturas (tanto por su materia trabajada al fuego como por su color y forma llameante). El fuego -necesario para la metalurgia y la cerámica- ha simbolizado, precisamente, la techné (técnica y arte) en algunos mitos fundamentales para la definición de la cultura occidental, como el de Prometeo.

[8] Sobre el símbolo de la garra, véase Elías Canetti, Masa y Poder, La masa, Inversión del temor a ser tocado.

[9] Evidentemente, este hecho resulta novedoso sólo si se deja al margen la arquitectura.

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